Rodrigo Calderón es uno de esos personajes de la corte de los Austrias cuya vida parece sacada de una novela negra barroca: ascenso meteórico gracias al favor del valido, lujos y excesos, intrigas palaciegas, acusaciones de brujería y asesinato, y una ejecución pública que fue espectáculo multitudinario.
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Rodrigo Calderón. |
Nació en Amberes, entonces territorio de España, su padre fue un militar al servicio de la monarquía española. Llegó joven a la corte madrileña y entró al servicio del duque de Lerma, el todopoderoso valido del rey Felipe III. Su inteligencia, habilidad cortesana y desparpajo le hicieron ganar rápidamente influencia; fue secretario del duque y acabó acumulando cargos y prebendas.
Calderón amasó una fortuna descomunal, casas suntuosas, obras de arte, joyas, incluso su propio palacio madrileño, hoy desaparecido, en la calle Mayor. Sus coetáneos lo describen como arrogante, ambicioso y dado a los lujos. La envidia hacia él era inmensa, pues no provenía de la nobleza de alto rango, sino que se “encaramó” gracias a su habilidad y a la protección del duque de Lerma. Fue señalado como cómplice en el asesinato de Francisco de Rojas, marqués de Denia, su rival político. También se le acusó de hechicería y pactos con brujas, se decía que recurría a magos y astrólogos para afianzar su poder. Estas acusaciones eran muy comunes en la propaganda contra los “advenedizos”. Su amplio número de enemigos en la Corte amplificaron las acusaciones de corrupción y del desgobierno de Lerma.
En 1618, Felipe III destituyó al duque de Lerma, que se salvó gracias a la inmunidad conseguida tras ser nombrado nombrado cardenal. Rodrigo Calderón, en cambio, quedó desprotegido. Fue detenido en 1620. El proceso judicial fue largo y turbio, había muchas acusaciones pero pocas pruebas firmes. Finalmente, se le condenó por el asesinato de Francisco de Juarás, un pleito más bien circunstancial, aunque el trasfondo era político, había que ofrecer un “chivo expiatorio” de la corrupción del periodo de Lerma. El 21 de octubre de 1621 fue ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid, recién inaugurado el reinado de Felipe IV. La ejecución fue un espectáculo popular, acudió muchísima gente. Se cuenta que Rodrigo Calderón subió al cadalso con gran serenidad, rezando y mostrando entereza, lo que sorprendió a muchos. Su muerte fue vista como un mensaje del nuevo régimen, “se acabaron los abusos de los favoritos del rey anterior”.
Su ejecución pública se narró con morbo en crónicas y panfletos, alimentando la leyenda negra. La frase popular “A lo Rodrigo Calderón” quedó como sinónimo de caída estrepitosa tras haber gozado de gran poder, también fue inspiración literaria ya que aparece en romances y crónicas del Siglo de Oro como ejemplo de la inestabilidad de la fortuna.
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